La omnipresencia de la tecnología y el uso desmedido de redes sociales están cobrando un precio preocupante en nuestras capacidades cognitivas más valiosas: la creatividad y el pensamiento crítico. La constante avalancha de estímulos superficiales y la gratificación instantánea, características intrínsecas de estas plataformas, están moldeando nuestra mente de formas que dificultan la reflexión profunda y la generación de ideas originales.
Diversos estudios científicos respaldan esta preocupación. Por ejemplo, investigaciones han demostrado que el uso excesivo de redes sociales puede llevar a un deterioro de la memoria a corto plazo y la memoria de trabajo, como lo señalan estudios citados por Clarin.com y ResearchGate. La exposición constante a la multitarea digital, característica de la interacción con los smartphones y las redes, acostumbra al cerebro a procesar información de manera superficial, dificultando el procesamiento cognitivo profundo necesario para el pensamiento complejo y la toma de decisiones informadas. Además, la curación algorítmica de contenidos en las redes sociales puede crear una realidad distorsionada, donde se refuerzan sesgos y se limita la exposición a perspectivas diversas, obstaculizando así la formación de un juicio independiente y bien fundamentado. En este escenario digital, el espacio para la divagación mental, la introspección y la conexión con el propio mundo interior —elementos esenciales para el florecimiento de la creatividad— se ve tristemente reducido.
Esta atrofia cognitiva y social tiene profundas implicaciones para la industria musical y artística en general. Si bien la tecnología ha democratizado el acceso y la distribución del arte, permitiendo a artistas emergentes llegar a audiencias globales, también ha introducido desafíos significativos. La facilidad de acceso y la abundancia de contenido han contribuido a una devaluación percibida del arte. En un entorno donde millones de canciones, imágenes y videos están disponibles de forma gratuita o a un costo ínfimo, el valor intrínseco de una obra de arte se ve diluido por la lógica de la “rentabilidad” y el consumo rápido.
La industria musical, por ejemplo, ha pasado de un modelo basado en la venta de discos y álbumes a uno dominado por el streaming, donde los ingresos por reproducción son notablemente inferiores. Esto ha llevado a una reducción drástica en las regalías para muchos artistas, forzándolos a depender de giras y otros ingresos para subsistir. Como señala Republic Network, el plagio y el uso no autorizado de música, ahora exacerbado por la inteligencia artificial, son desafíos crecientes que ponen en jaque los derechos de autor y el reparto justo de ganancias.
En el ámbito de las artes visuales, la proliferación de imágenes en redes sociales ha condicionado a la audiencia a un consumo rápido y efímero, priorizando la viralidad y la gratificación instantánea sobre la contemplación profunda y la conexión emocional con la obra. La exposición a una infinidad de obras en línea, si bien amplía el alcance, puede disminuir la percepción de singularidad y valor. Como menciona un artículo de Arte Sostenible, el mercado del arte se ha abierto, permitiendo comparaciones de precios en línea y la compra sin visitar una galería física, lo que si bien democratiza, también puede convertir el arte en un producto más transaccional que experiencial.
En resumen, la sociedad digital, a pesar de sus innegables ventajas en la accesibilidad, parece estar gestando una generación con menor capacidad de reflexión crítica y una creatividad potencialmente atrofiada. Esta tendencia se manifiesta en una pérdida de valor y aprecio por el arte, que se ve reducido a un mero producto de consumo rápido, donde la rentabilidad prima sobre la profundidad, la originalidad y el impacto cultural duradero. Reconocer esta dinámica es el primer paso para fomentar un uso de la tecnología que potencie, en lugar de aplastar, nuestras capacidades más inherentemente humanas.